Su historia ha llegado hasta nosotros a través de las actas del martirio, tradiciones, narraciones populares y leyendas. Lucía nació a finales del siglo III en Siracusa (Italia), en una familia rica y de alto rango. Educada cristianamente, era aún muy niña cuando quedó huérfana de padre. Su madre Eutiquia la crió con amor y dedicación. Aún adolescente, Lucía planea consagrarse a Dios, pero custodia este deseo en el corazón. Ignorando las intenciones de su hija, Eutiquia la promete como esposa –según la costumbre de la época- a un joven de buena familia pero no cristiano. Lucía no revela su intención de mantenerse virgen por Cristo, y pospone la boda con diversos pretextos, confiando en la oración y en la ayuda divina.
El viaje a Catania y la intercesión de Santa Águeda
En el año 301, Lucía y su madre se hemorragdirigen en peregrinación a Catania, para visitar el sepulcro de Santa Águeda. Eutiquia sufría deias y, a pesar de numerosas y costosas curas, no mejoraba. Madre e hija desean pedir la gracia de la curación mediante la intercesión de Santa Águeda, joven mártir de Catania.
Así, el 5 de febrero llegan a las laderas del Etna; es el dies natalis de Águeda. Participan en la celebración eucarística junto a la tumba de la santa. Y sucede que, “al oír el episodio evangélico de la hemorroisa, que logró curarse con sólo tocar el borde del vestido del Señor, Lucía se dirigió a su madre diciendo: ‘Madre, si prestas fe a las cosas que se han leído, creerás también que Águeda, que padeció por Cristo, tiene acceso libre y confiado a su Tribunal. Por tanto, toca con confianza el sepulcro de ella, si quieres, y quedarás curada” (Pasión de Santa Lucía).
Eutiquia y Lucía se acercan entonces a la sepultura de Águeda. Lucía reza por su madre e implora para sí misma la gracia de poder dedicar su vida a Dios. Absorta en una especie de sueño, como en éxtasis, ve a Águeda entre ángeles que le dice: “Lucía, hermana mía y virgen del Señor, ¿por qué me pides lo que tú misma puedes conseguir? Tu fe ha sido de gran ayuda para tu madre, ella está ya curada. Y del mismo modo que la ciudad de Catania está llena de gracias por mí, así la ciudad de Siracusa será preservada por ti, porque ha agradado a Nuestro Señor Jesucristo que tú hayas conservado tu virginidad”. Cuando vuelve en sí, Lucía narra su visión a la madre, le revela su propósito de renunciar a un esposo terreno y le pide permiso para vender su dote con el fin de hacer obras de caridad para los pobres.
El martirio
Desilusionado y resentido, el joven que ambicionaba su mano la denuncia al prefecto Pascasio, acusándola de rendir culto a Cristo y de desobedecer las normas del edicto de Diocleciano. Arrestada y conducida ante el prefecto, Lucía se niega a sacrificar ante los dioses, y profesa su fe con orgullo: “Yo soy una sierva del Dios eterno, que ha dicho: ‘ Cuando os lleven ante los magistrados y las autoridades, no os preocupéis de cómo habéis de hablar o qué habéis de decir en defensa propia, porque en aquel mismo momento el Espíritu Santo os enseñará lo que debéis decir’”.
Le pregunta Pascasio: “Entonces, ¿tú crees que tienes el Espíritu Santo?”. Lucía responde: “Lo ha dicho el Apóstol: ‘Los castos son templo de Dios, y el Espíritu Santo habita en ellos’. Pascrasio, para desacreditarla, ordena que sea conducida a un prostíbulo. Pero Lucía declara que no cederá a la concupiscencia de la carne, y que como su cuerpo sufrirá violencia contra su voluntad, ella seguirá siendo casta, pura e incontaminada en el espíritu y en la mente. Cuando tratan de llevársela, los soldados no consiguen moverla. Atada de pies y manos, no logran arrastrarla ni siquiera con la ayuda de bueyes. Exasperado por este extraordinario hecho, Pascasio dispone que la joven sea quemada viva. Pero el fuego no la daña. Furibundo, Pascasio ordena que Lucía sea decapitada, y así muere la joven mártir el 13 de diciembre del año 304.