Gracias a Dámaso, Papa del 366 al 384, el recuerdo de los mártires no se perdió: cada tumba identificada era adornada con epígrafes que describían las gestas del difunto. Defendió el primado de la Sede Apostólica y comisionó a s. Jerónimo la traducción de la Biblia del hebreo y del griego al latín.